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Entre la necesidad y el ocio, el infinito

Texto: Juan Nepote

Fotografías/Ilustraciones: Lore Cervantes

Publicada el domingo 04 de diciembre de 2022 en la columna Crónicas del Antropoceno en el periódico EL INFORMADOR

Diciembre 05, 2022

Los códigos QR, que cobraron auge en la pandemia de COVID-19, ayudan a que nuestro mundo permanezca hiperconectado al mismo tiempo que nos separan y desconectan de nuestro entorno más cercano

Uno de los refranes más populares nos enseña que la necesidad es la madre de la invención. Lo cierto es que algunas invenciones parecen emerger en un momento específico, cuando más “nos hacen falta”. Miremos nuestra vida cotidiana, rodeada por toda una industria que emergió de la pandemia por COVID-19 y que hace apenas dos años ni siquiera existía: la amplísima variedad de cubre bocas, mascarillas, geles de limpieza, pruebas rápidas de antígenos… y en ello destaca un elemento que se ha convertido en ubicua presencia diaria: los códigos QR, que ya existían, claro, pero ahora se han multiplicado, en estos tiempos nuestros dominados por cierta “tactofobia” para posibilitar que cada vez tengamos menos contacto entre nosotros y con las cosas. Estos pequeños rectángulos negros son el puente entre aquel viejo mundo que está dejando de existir y el actual; resguardan nuestros datos biométricos, nuestro historial de vacunación contra el SARS-CoV-2, y por lo tanto contienen el poder de abrirnos las puertas de los países y de los auditorios, nos informan el menú de los restaurantes; pero también almacenan los números de teléfono de nuestros conocidos, la matrícula de nuestros vehículos, el precio de los productos en el supermercado. Con estos códigos pagamos el camión o enlazamos nuestro teléfono celular con la computadora.

El origen de los códigos “de rápida respuesta” (QR, Quick Response) ocurrió en un mundo muy diferente al de hoy, cuando un ingeniero japonés llamado Masahiro Hara, en los años noventa, desesperado por no encontrar una manera más eficiente de organizar sus gigantescos inventarios de refacciones automotrices decidió dedicar algo de tiempo al Weichi, antiguo juego de estrategia chino con unas piezas blancas y negras que se colocan encima de una cuadrícula, las cuales se pueden mover de maneras muy específicas. Por necesidad o por suerte, el ingeniero Hara descubrió que en su tablero tenía la respuesta: crear un patrón bidimensional de puntos cuadrados en blanco y negro, con múltiples combinaciones de tamaño y acomodo, alineados vertical y horizontalmente, le permitiría almacenar 200 veces más información que con un código de barras estándar.

La infraestructura global necesaria para alcanzar el máximo potencial de los códigos QR vino de la inmensa interacción social ocurrida a partir de la popularización de los teléfonos celulares “inteligentes”, así como al hecho de que la empresa de Masahiro Hara liberó las patentes de su invención; vertiginosamente, elaborar códigos QR se volvió casi gratuito, fácil y rápido.

Cada vez más atestiguamos el éxito de los códigos QR en nuestros inevitables trámites burocráticos, cuando notamos de qué manera moldeamos nuestros hábitos de consumo alrededor de ellos y en el asombro que nos provoca cuando incluso nos sirven como alimento para la creación artística. Pero estas pequeñas invenciones, mínimos almacenes infinitos, encierran una paradoja, entre la necesidad y el ocio: ayudan a que nuestro mundo permanezca hiperconectado al mismo tiempo que nos separan y desconectan de nuestro entorno más cercano y abren las puertas de nuevas formas de espionaje y esclavitud.

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