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Topofilia: Amor al espacio que habitamos

Texto: Montserrat Conchas

Fotografías/Ilustraciones: Diego Sánchez Ruelas

Publicada el domingo 09 de marzo de 2025 en la columna Crónicas del Antropoceno en el periódico EL INFORMADOR.

Marzo 10, 2025

El vínculo con nuestro entorno no es exclusivo de un lugar ni de una cultura: es una constante humana.

Dicen que somos de dónde venimos, pero ¿qué significa eso realmente? Tal vez
tiene que ver con algo más que la geografía. Pensemos en el término “topofilia”,
que suena a algo muy técnico sacado directamente del diccionario de 1960 que
encontraste en un bazar, pero realmente es algo mucho más sencillo: es el amor
por el lugar, el apego emocional a los espacios que nos significan.
Para el mexicano, esta conexión no es solo con la tierra donde nació, sino con
cada esquina, cada plaza, cada taco o puestecito de elotes al que le depositamos
historias y recuerdos. No es que a diario pensemos en la calle como un poema ni
que nos pongamos filosóficos al ver la banqueta de la colonia, pero ahí está,
presente. Porque cada día, sin darnos cuenta, construimos un vínculo con el
entorno que nos rodea. La tiendita de la esquina, con su dueña que conoce los
chismes de medio barrio; el parque donde jugábamos por las tardes cuando
éramos niños; incluso el camión en el que hemos maldecido cada minuto de
tráfico en López Mateos, es parte de ese paisaje emocional.
El vínculo con nuestro entorno no es exclusivo de un lugar ni de una cultura: es
una constante humana. Cada individuo, sin importar en qué rincón del planeta
habite, forma una conexión emocional con su espacio, desde los paisajes
naturales como los bosques o las playas, hasta los rincones más cotidianos
cargados de cultura y tradición. Así como en Japón, una tienda de ramen puede
encapsular memorias y sentido de pertenencia, para el mexicano es la tortillería de
la esquina, que no solo alimenta el cuerpo, sino también el alma al recordar
sabores, olores y momentos compartidos.
¿No han sentido esa nostalgia al pasar frente a su antigua escuela primaria y ver a
los niños salir felices, como si el tiempo nunca hubiera pasado? De pronto, la
memoria revive aquel camino exacto de regreso a casa, tal vez de la mano de
mamá, recorriendo las mismas calles y sintiendo ese lugar como una extensión de
uno mismo. Así, el lugar deja de ser solo espacio: se convierte en historia, en
identidad, en memoria viva.
Y así, sin darnos cuenta, en el día a día rendimos un tributo silencioso a nuestro
entorno. Tal vez por eso la topofilia se convierte en un rito no dicho. En estos
pequeños gestos estamos haciendo visible el cariño que sentimos por el lugar. Es
como si dijéramos: “Este espacio es mío, y yo soy de este espacio”. ¿Pero por qué
tanta nostalgia y tanto apego? Tal vez porque, en un mundo que se mueve tan
rápido, necesitamos algo que nos ancle, algo que nos dé la ilusión de
permanencia.
La topofilia, término propuesto en el año 1974 por uno de los maestros en
geografía de la percepción, Yi-Fu Tuan, no es solo un capricho sentimental; es la
manera en que resistimos a la uniformidad de lo moderno, la forma en que nos
aferramos a lo nuestro, a lo que nos hace, en el fondo, ser quienes somos. En el
fondo, la topofilia es el lugar donde se honra la vida que hemos construido en el
espacio que habitamos, donde la ciudad misma se convierte en un muestrario de
recuerdos y experiencias que, de alguna forma, justifican nuestra existencia.

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